Mauricio Wiesenthal ha venido a visitarnos. Tiene muchos amigos aquí, en la isla. Ha venido en barco, como lo hace siempre. Lo prefiere al avión. Europa, dice, está hecha de caminos y de paisajes, más que de fronteras, y tiene la medida adecuada para el viajero que gusta de recorrer los caminos a pie para conocer, para descubrir, para viajar sin la premura del tiempo, para convertir el viaje en una labor artesanal, iniciática, para aquellos que no desdeñan emprender la gran aventura del espíritu. Viajar en barco es otra forma de iniciación, nos dice. Nos encontramos en el puerto a una hora muy poco razonable, casi intempestiva, nada saludable para mi, pero él ya disfruta, con las primeras luces del día, de una vitalidad desbordante, franca, acogedora, contagiosa... El traje y la camisa perfectamente planchados, la corbata de lazo, Mauricio es la misma persona que el autor que intuimos y admiramos emocionados detrás de sus obras. Su mirada inquieta nos indica que ya está deseando comenzar los trabajos y los días que le han traído a la isla. Está preparado, con esa discreta elegancia que solo otorga el saber que lo que ocurra puede ser emocionante. Esta dispuesto, una vez más, para disfrutar de la aventura. Mauricio Wiesenthal ha recorrido ochenta países y ha escrito más de cien libros. No tiene profesión, pero conoce todas las artes y todos los oficios. Le hemos visto debatir con ilustres profesores de las más prestigiosas universidades y departir, a la sombra de las acacias, con la élite de los mendigos. Vivía en París durante los acontecimientos de mayo del 68 pero nadie, nos confiesa, le invitó a merendar. Todavía recuerda emocionado el aroma del perfume que llevaba Coco Chanel el día en que la conoció. De joven estudió el bel canto en Italia pero, afortunadamente para todos, se inclinó por el camino de las letras. Entre sus obras destacan la mítica trilogía europea: Libro de Requiems, El Esnobismo de las golondrinas y Luz de vísperas. Recientemente ha publicado, en la editorial El Acantilado, su monumental biografía de Rilke. Buscamos un café abierto, nada fácil a estas horas, y enseguida nos sumergimos en la conversación. Mauricio pide directamente cuatro cortados ante la mirada de sorpresa del camarero, que observa perplejo que solo somos dos. Más que nada, dice, para evitarle a usted el que tenga que molestarse en volver otra vez a nuestra mesa. Mauricio, con todos los apellidos que tienes podríamos dibujar el mapa de Europa.
¿Cómo se siente uno con tan envidiable patrimonio genético?
Mis apellidos son la negación viva del nacionalismo: españoles, alemanes, eslavos, luteranos, judíos, católicos... Mi abuela materna, que era española y cántabra, se empeñaba en que yo aprendiese de memoria los apellidos de mis antepasados. Imagino que ninguno de ellos tuvo un céntimo, porque los que se quedaban en la aldea sólo tenían grandes escudos de piedra en sus casonas viejas, y los que emigraban -excepto uno que llegó a virrey- acababan mártires en Mindanao o encarcelados como rebeldes en Veracruz. Cuidaban su ganado en unos minifundios que apenas daban para cuatro vacas y dos caballos, pero tenían nombres hidalgos, con motes muy altisonantes de cristianos viejos, que yo debía aprender con mi genealogía: “Adelante el de Mier por más valer”, y desplantes de este género. De la otra parte, mi abuelo paterno -viejo europeo de origen judío- me enseñaba una moral socialista y rabínica: “Estudia mucho, hijo mío, vive con austeridad, aprende la ley y la ciencia, y nunca te consideres por delante de nadie, no vaya a ser que en justicia tú debas ser el último”. Con esa educación uno acaba odiando el Libro de los Récords... y hasta el himno de la Champions... Menos mal que mi primera mujer, Sarah, que era inglesa -educada en la aristocracia del Imperio- me devolvió el ego: “No te preocupes por lo que piensen de ti. A ellos debe importarles más lo que tú piensas de ellos”. ¡Uf!
¿Qué piensas de la Europa que estamos viviendo?
Una oficina con alambradas. Después de las guerras mundiales se intentó construir una Comunidad Europea con los restos que quedaron. En los fragmentos y ruinas estaban escondidos los mismos diablos que nos habían destruido: los Estados Burocráticos, los Populismos y los Nacionalismos. Nadie se ocupó de reconstruir los ideales de una “patria europea”, que no es precisamente un Estado, ni una Nacionalidad... ¿Es que ya hemos olvidado lo que es una patria?: un hogar civilizado y libre, un lugar de convivencia común, un pacto social, una tierra para trabajar, una identidad religiosa y cultural... Hoy somos un parque temático. Y educamos a nuestros hijos en los Estados Unidos, quizás porque allí se aprende mejor que en ningún sitio a explotar Disney World.
En tus libros encontramos historias maravillosas, un estilo literario rabiosamente personal, lírico, emotivo, encontramos sentido del humor, el reconocimiento agradecido a escritores y artistas a los que admiras. Hay muchas más cosas, pero lo que me parece un hilo conductor fundamental de toda tu obra es una inquebrantable voluntad de dejar testimonio de un mundo, de una experiencia, que supongo que es la tuya.
No nací precisamente en la época en que me hubiese gustado vivir. La literatura me permitió crearme un personaje -un marqués caprichoso y bohemio- y hacerme un hueco en mi tiempo. Suelo decir que “llegué cuando las luces se apagan”, en mitad de un bombardeo. Afortunadamente nací en España, soy español, y los españoles me permitieron escribir mis libros. Mi obra ha consistido en reconstruir el mundo perdido para compartirlo con mis lectores. Mis lectores forman ya un club iniciático que se mueve por los lugares de Europa que sólo nosotros conocemos y que ignoran los turistas. Muchos se sorprenden cuando encuentran en mis libros referencias a lugares o personas que nunca habían oído nombrar, y que siguen existiendo en medio de la espantosa vulgaridad de nuestro tiempo. A veces, sólo a veces, he conseguido demostrarles a los jacobinos y a los verdugos que no han logrado destruirlo todo con su pensamiento materialista y racionalista. Eso me creó muchos enemigos entre los que creen haber acabado para siempre con la fe del “ancien régime” y con los ideales de nuestros maestros. Comprendo que soy molesto porque pertenezco a otra escuela, creo en otras cosas, y cultivo otros huertos. El racionalismo y el materialismo me parecen detestables, porque -cuando se juntan- acaban directamente en la esclavitud de las pirámides.
¿Y el sentido del humor? Parece que hubieras nacido en Brooklyn ¿Responde a tu parte judía?
En los tiempos en que mi abuelo quiso hacerse socio del Hamburg Turnerschaft no admitían judíos en la piscina. Ya mi padre y mis tíos fueron cristianos, y podían incluso ir a “pasear sobre las aguas”.
Siempre que leo alguno de tus libros o asisto a una de tus conferencias recuerdo, no se por qué, una hermosa idea de María Zambrano: No se trata de ir de lo posible a lo real , si no de lo imposible a lo verdadero.
Eso, para mí, es el camino de la literatura. El mundo tiende a absorber nuestra alma, dispersándola y triturándola en la materia, y sólo el arte tiene el poder de liberarla. Lo peor de nuestro tiempo es que la gente quiere ser agresiva cuando no tiene la educación ni el talento que se necesita para serlo.
¿Piensas que en nuestra época tiene todavía sentido vincular el arte con el ámbito de lo trascendente? Sin que se nos enfade nuestro amigo Ignasi de Llorens ¿Tiene sentido leer hoy a Dostoievski?
Me gusta la literatura que puede leerse en soledad y silencio. Mi idea de lo trascendente es precisamente leer a Dostoievski a la luz de una lámpara o en un patio con flores, mientras callan los grandes coros de ángeles (los ángeles más diminutos y bellos, como Sonia Marmeládova, hablan con voz dulce). Es un deleite mejor que la idea horrible del Paraíso que tienen algunas religiones. Yo pienso morirme en paz y cansado, aspiro a no tener que compartir el piso -Dios nos manda perdonar a los enemigos pero no a los amigos-, y me parece de mal gusto esa idea de colocar a un señor o una señora de edad entre huríes, mancebos, grasas pesadas y ríos de vino. El adulterio está fundamentado en los mismos principios que utilizan los politicos para repartirse nuestros votos en la democracia; o sea, la idea del cambio. Y si se suma un vecino que escucha un serial de televisión o un Ayuntamiento popular en fiestas, eso es justamente el Infierno.
Pasas muchas temporadas en Sils María, uno de los lugares míticos de la geografía de Nietzsche.
Llevo más de cincuenta años trabajando. He escrito más de cien libros (el primero con veinte años), he dado clases en muchas Universidades de Europa (comencé como Profesor de Historia de la Cultura en la Escuela Superior de Comercio de Cádiz, a los veintiún años), he colaborado en diez enciclopedias y dirigido algunas muy conocidas. He hecho de todo, desde dar clases de esgrima a cantar en los cafés, desde trabajar como actor en fotonovelas a corregir textos y traducir de muchos idiomas. He colaborado en revistas y periódicos, he recorrido el mundo entero haciendo fotos y he escrito miles de artículos y reportajes. Sigo catando vinos, porque todavía hay alguna bodega muy importante que sólo confía en mi juicio. Cuento todo esto porque hay quien se pregunta cómo puedo escribir mil páginas sobre la vida de Rilke, si no soy millonario; pues -en esta Europa donde se reparten tantas ayudas- la gente se imagina que uno tiene una beca de una Fundación o de un Banco. Siempre me pareció cutre la figura de Robinson Crusoe que naufraga junto a los bien surtidos restos de su barco, igual que un burgués prudente no se aleja de un cajero automático. Nunca jamás recibí una ayuda privada ni pública para mi trabajo. Cuando me dieron este año la Medalla de oro al mérito en Bellas Artes, pensé que, en realidad, la única que merezco es la del Trabajo. Pertenezco a la vieja escuela de los que creen que un céntimo no ganado con el trabajo es un robo. En resumen, vivo de alquiler. Eso me permite la libertad de instalarme algunos veranos en Sils Maria, alquilando un apartamento de dos habitaciones que da justo sobre el jardín de la casa donde Nietzsche escribió su Zaratustra. Allí puedo caminar por los bosques, desde la orilla de los lagos más bellos de Europa, hasta los glaciares. Compro en el supermercado de la aldea y me preparo una comida sencilla y saludable, aunque hago excepción en el desayuno abundante que me dan en la panadería del pueblo: kipferli (los croissants suizos), buen pan de pueblo, mantequilla, panecillos con semillas de amapolas, mermelada de arándanos, y tres buenos cafés con una gota de crema de leche, uno detrás de otro. Cuando ando por la montaña encuentro siempre refugios donde me preparan una buena trucha. He escrito de gastronomía más que nadie, pero no hay nada que deteste más que el show de la cocina moderna y los diminutivos de los cocineros que pelan las “cebollitas”, preparan un “caldito”, añaden dos “tomatitos” y pochan un “poquito”... Me horrorizan los cocineros graciosos, pues si algo debe ser serio es la cocina, entre otras razones porque se trabaja entre agonías, cuchillos, picadoras, trituradoras y fuegos vivos... como un “thriller”. ¡Qué le vamos a hacer, si las mejores artes tienen a veces un fondo prehistórico, como la pintura de las cavernas! ¡Esa moda cursi de convertirlo todo en pequeño, hasta los “añitos”! De todas maneras yo prefiero el espíritu a la cocina, creo que la materia no tiene otro destino feliz que convertirse en ángel, y disfruto más estudiando y escribiendo que cocinando. El espíritu es lo único vivo que como. Todo lo demás me gusta cocinado en su punto: ni sangrante, ni crudo, ni pasado, ni coleando, sino completamente muerto. En mi apartamento de Sils Maria hay alarma contra incendios, y con eso ya no necesito reloj para los huevos duros. En el silencio de la noche y en el despertar de la madrugada se oye el reloj de la iglesia y el canto del río Fex que baja helado de los glaciares. Me levanto muy temprano, y allí escribo. A veces leo a Nietzsche. Y si me asalta la tentación de leer otra cosa, en el apartamento tienen algunos libros: La Reina Victoria y el ping-pong, de Gwendoleen Freeman; Sexo después de la muerte, de B. J. Ferrell; Qué decir cuando uno habla de sí mismo, de Shad Helmstetter y, para quien esté muy aburrido, Cómo hacerse su propio violín Stradivarius, de Joseph V. Reid. Hay un librito que me intriga: Erección en parcelas, de George W. Gile... Debe ser autoayuda para jóvenes. Sils María es mi balcón sobre Europa. Allí se hablan muchos idiomas (alemán, italiano, francés, romanche), porque está en la encrucijada de Austria e Italia, y muy cerca de los lugares donde nacen los grandes ríos europeos: el Danubio, el Rhin, y el Ródano. A dos pasos está Saint-Moritz (un cuarto de hora en autobús de línea), y para mí es importante que el paraíso de los místicos tenga una puerta abierta siempre al lujo, a la elegancia y a las tentaciones que nos hacen sentirnos más libres. Comprarme una camisa en Saint Moritz es una extravagancia esnob que me salva de la rutina de mi aldea de montaña, donde en un mal momento podría convertirme en poeta pastor que es lo que más detesto del mundo porque reúne las dos cosas más antagónicas que conozco: la poesía y el queso. En el pueblo de al lado, en Maloja, vivió Freud que se hospedaba en el Hotel Schweizerhaus, compartiendo la habitación con su cuñada (o sea, la teoría de la puerta abierta). Y en Sils Maria encuentro las huellas de mis maestros europeos: Nietzsche, Zweig, Rilke, Thomas Mann, Gottfried Benn, Hermann Hesse, Bruno Walter, Marcel Proust, y tantos otros...
Podríamos decir, aunque carezco de cualquier habilidad para la sociología, que vivimos una época marcada por la presencia de lo femenino. La emancipación, la igualdad, los valores femeninos se reivindican. Sin embargo, y a la vez, parece que nos hemos olvidado de la sabiduría que encarnan las viejas diosas mediterráneas.
Empecemos por admitir que la Biblia fue escrita por hombres. Y en aquellos tiempos no era fácil encontrarse a una señora seria en una zarza, diciendo “Yo soy la que soy”, así, con los brazos en jarra como en un pasodoble... Si se hubiese escrito de esta guisa no parecería la Biblia, sino La Corte del Faraón... Sin embargo, todo cuanto se ha creado de civilización, cultivo y cultura, desde el Neolítico, lo hicieron ellas. Las mujeres hicieron la única revolución radical que ha conseguido llevar a término el género humano: la creación de las aldeas. Los hombres éramos cazadores y recolectores, porque así vivíamos más fácilmente. Y ellas eligieron la vida sedentaria, porque tenían que sacar adelante a sus hijos. El desarrollo de la inteligencia implica una infancia larga y frágil. Por eso con las mujeres nació la civilización, se desarrolló el cultivo, se creó la alfarería, progresó el tejido, y el acto de comer dejó de ser vergonzante, solitario y carroñero (junto al fuego de la tribu, ellas daban el pecho a sus hijos y no consideraban eso un acto vergonzoso sino social). Al crearse las aldeas, los animales salvajes vinieron a convivir con ellas y se domesticaron. Y en el huerto de la aldea pudieron seleccionarse los cultivos, eligiendo las mejores plantas, cosecha tras cosecha. Nuestras abuelas crearon también, con la cocina, la medicina y la herboristería. Y, debido a la inteligencia femenina -que es diferente de la masculina- ellas nos enseñaron toda la sabiduría mágica que fue el fundamento del mito, de la fábula, de la literatura y de las religiones. Lo terrible es que esa sabiduría de la Reina de la Noche fue destruída por un sacerdote bárbaro, fanático, sectario y criminal, llamado Zoroastro. Él acusó a las mujeres de brujas y supersticiosas. Y nos trajo el racionalismo moderno que acabará devastando la cultura, las religiones, las artes y las civilizaciones. Ese final trágico, si las mujeres no nos salvan, se aproxima inexorablemente. Nadie confunda el racionalismo con la razón. La razón es un valor también femenino (ellas son precisamente muy buenas en Matemáticas y en Lógica), pero el racionalismo (el fanatismo de la razón en detrimento del sentimiento, del gusto, del arte, de la fe y de la intuición) es la versión machista de la inteligencia. Desde la Revolución Francesa no hemos hecho más que destruir la sabiduría de nuestras abuelas. ¡Puaf! No hay otra salvación que el pensamiento “antimoderno”: la vuelta a Pascal, a Lou Salomé, a Safo, a los Ballets Rusos, a Madame Schiaparelli, al perfume Vol de Nuit, y a Chateaubriand. Ellas tienden a la libertad y a las formas que vuelan (la gasa, la seda, el sari, la estrella fugaz, el brillo, las plumas, el jazmín, y la bata de cola), y nosotros -como el dromedario- tendemos a la mochila, que es el complejo de Edipo, la conciencia de culpa y la filosofía existencialista.