José Valdivia Santandreu
Nací en el 59. De niño pasé más tiempo encaramado a las tapias que a ras del suelo; la leche me daba asco, y no me gustaba leer. Pero mi padre ideó un singular y nunca visto plan formativo: que mis tres hermanos y yo, en vacaciones, leyésemos el Quijote. Imagináoslo, al terminar cada curso, amonestándonos con el ardor de un monje dominico en trance de convertir a una tribu de paganos confundidos. Mi aversión a todo lo impreso duró hasta que leí con gusto mi primer libro. Desde entonces, la lectura es una pasión, el varadero donde reparo las averías, el retiro donde encuentro la calma, un acto de rebeldía, y el único ritual al que asisto sin avergonzarme. Gracias a la determinación de mi padre, estudié medicina y leí el Quijote. Y sigo el consejo de Montaigne: leer como liban las abejas, que con el polen de cada flor hacen su propia miel. La leche –en particular, la mala leche-, me sigue repugnando.